miércoles, 10 de enero de 2007

Lo que Camus me dijo mientras bebíamos vino en la cuneta.

¿Es necesario vivir? Ante tanto asunto no entendible, pregunta obstinada, angustia sin razón: ¿ no es preferible optar por la desaparición? Debemos hacernos la pregunta que Camus ya había puesto sobre la mesa, “la pregunta por el suicidio”; puesto que la reflexión por el suicidio es un acto furibundo, último; cuando ya hemos perdido todo instinto de aferramiento empezamos a barajar la opción del final. El aferramiento se va perdiendo en la medida en que la agudeza de la incredulidad nos lleva a observar a aquello a lo que nos aferramos como un pretexto vacuo, artificial y caduco.

Lograr ser feliz, vivir de manera equilibrada: búsquedas del todo estériles, por supuesto. Con respecto al equilibrio es un hecho que la estructura del hombre ( las mentes más asiduas le llaman carácter óntico…demasiado profundo para ser verdad) es inestable, su cuerpo necesita comer, dormir, goce también, mientras que su espíritu, o como se le quiera llamar, tiende a la austeridad, a búsquedas incorpóreas., o para ser más riguroso con el lenguaje, no circunstanciales. Es así como el hombre lucha ( homo hominis lupus) contra si mismo, se atormenta, empieza en él a engendrarse cierto rechazo hacia la vida. ¿Cuándo ve que no hay respuestas, que su cuerpo lo lleva a contradicciones, torpezas, puede ser feliz? Las mentes más crudas y severas desechan de plano la posibilidad. La felicidad es una quimera que nos hace “envalentonarnos”, caminar con el pecho henchido y la frente en alto, nos hace luchar, movernos, pero y… como ser feliz teniendo la cabeza en un vaho espeso y grisáceo, cuando no se sabe el porqué de moverse hacia acá o allá; al fon la felicidad es un consuelo pobre.

Tomemos en cuenta que esa impotencia ante el descontento de la vida se transforma en un sopor que crece de manera extremadamente rápida, comienza a significar un ente patógeno, un invasor residente, que perturba el HABITAR; se camina y ese sopor acompaña, cuestiona y retuerce el pensamiento; y prontamente el cuerpo también: los malestares físicos se presentan, y allí es cuando el hombre se “ve”, ( cae de la cama) comprende que ya no es hombre, se va transformando en un ser peculiar, su desligamiento por un intento de felicitad transforma en un TRANSEUNTE. Ya no reside sino que “sólo pasa”. Pierde la vanidad ¿vanidad de que? Si el yo se diluye, no significa. Un yo vacío: no sabe de donde viene, no sabe a donde va, no sabe por qué está, no sabe que es, no se reconoce a si mismo, entonces no hay “identidad”, ni personalidad, el yo es un ente abstracto, por sobre todo un desconocido y lejano. El ego por obviedad también desaparece; el “orgullo”, para qué decir, se desvanece.

Queda el hombre reducido a un conjunto de bofes inanimados; la condición extrema en la que se puede ver envuelto es un “escepticismo fruto de la desepción”, decepción esta última arraigada en su búsqueda de una salida y su ausencia de respuesta. Lo que podríamos llamar como aquello que le otorga la particularidad de hombre “desaparece”. El escepticismo cruento que desarrolla es el que lo distancia de las cosas; en el caso de Dios es esto, o éste, demasiado incorpóreo, etéreo y abstracto como para apelar a él; duda de su propia legitimidad como cosa existente y cómo creería en algo que no ve. No es un acto racional, puede “saber” de la existencia de un algo mayor, de mil y un motivos y razones para su creencia, pero no lo percata, ni le interesa. La incredulidad férrea lo lleva a la “inmovilidad”. No desea moverse, porque sencillamente no encuentra los motivos.

Entra, entonces, el hombre en un estado de inactividad cada vez mayor, hasta delimitar rigurosamente el espacio mínimo y vital: da los movimientos justos, ni uno más ni uno menos, evita los abrazos o los palmoteos. la inmovilidad en la que se ve envuelto lo va llevando desde es ser hasta el simple estar.

Cualquiera con una mente algo más nutrida de perversidad (cualquiera dotado de “verdadera” inteligencia) podría pensar, que a su favor, este estado es “EL” estado por excelencia, que todo hombre verdaderamente capaz debería aspirar a él. Y no está demasiado alejado de la realidad, sin embargo tampoco se debe caer en el obstáculo siempre presente, en la facilidad con que se olvida que se está vivo. Ante todo acto de resignación para con la vida, toda opción por la quietud o el silencio ante el movimiento y la parlanchinería, no se debe olvidar que se está vivo, y mientras viva debe comportarse como tal. El hecho de estar vivo supone algunas cosas, el poseer sangre en el cuerpo, energía vital para desenvolverse. He aquí el único asunto que puede mantener al hombre vivo de modo ligeramente más holgado. Es cuando se mueve, y rara vez lo hace, cuando debe hacerlo con gaya animalidad, con capacidad de ejercer una combustión suficiente para devolverse “la sangre al cuerpo”.

Definitivamente, para pesar de muchos y alegría de pocos, la existencia del hombre se ve reducida a uno o dos movimientos. Lo demás no es más que circunstancia, cáscara. En el pasar por la vida son uno cuantos los actos que significan algo de modo preciso; pues es en esos actos en los que debe demostrar que está vivo. De otra manera sería ilógico, torpe incluso. Quien vive sabe que lo hace por asuntos puntuales, ejecuta lo que sabe ejecutará y luego lo que conocemos tan de cerca, el mutismo, esa aura distante, impersonal y ausente.

La temprana renuncia de algunos hombres se ve gestada por la tendencia hacia dejar de ser, por ello, es del todo un peligro el que se vea envuelto en la inactividad, sencillamente debe escoger, si los movimientos necesarios fueron ejecutados es tiempo de marcharse. Morir a tiempo como decía Nietzsche. Pero si no están ejecutados debe precaverse de no ser presa de la inacción, dicha inacción es el gran mal, el mal de males.

La capacidad de observarse, la lucidez, es la que elimina quimeras como los sueños, la felicidad, las metas y demás bobaliconadas. Su eliminación de nuestras vidas supone una plataforma para empezar a vivir con los brazos abiertos, para respirar a pulmones llenos, sin nada con que cargar en las espaldas; sin embargo la distancia que hay entre la libertad y el desfallecimiento es casi imperceptible. Y estamos hablando de una libertad bastante concreta por lo demás, nos referimos a la libertad que significa el desprenderse de la vida, no sentirse atado a ella ni obligado a sus normas de buen “habitar”. El desfallecimiento por su lado es muy similar, lo suficiente como para darse a la confusión. Resulta que no sabe como comenzar a abrir los ojos, ojos que no siente sus ojos. No sabe como dar los pasos hacia el inodoro, pasos que son sus pasos. Así el distanciamiento de las cosas lo van dejando como un tótem o alguna piedra sacra resguardada para la adoración y como prueba fundamental de la existencia de un algo en antaño móvil.

Sencillamente siempre va a ser de este modo, en los hombres capaces por supuesto, sabemos de ante mano que una gran cantidad de seres erguidos en sus piernas nunca alcanzarán a preguntarse siquiese por su condición de hombres (patético por lo demás; no sabemos si despreciar o apiadarnos). En el caso de aquellos que llegan al meollo del asunto y olvidan políticas, identificaciones sexuales, religiosas, etc. y se entregan a la contemplación de la pregunta fundamental por la existencia, se verán siempre en esta disyuntiva: la libertar o el desfallecimiento. en última instancia, de todos modos, ambas son válidas, la primera porque significa reducir el movimiento a lo mínimo para poder ejecutar aquellos que significan fundamentales, significa entrar en el plano del desapego; y la segunda porque la derrota siempre es mas “bella” que la victoria.

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